Una visita de a penas 30 horas que, sin embargo, ha parecido durar mucho más. Como cada vez que uno sale de su ambiente habitual la rutina diaria se ha convertido, aunque sea por unas cuantas horas, en una idea muy abstracta, más propia de un sueno o producto de la imaginación que de una experiencia real de repetición diaria.
Han bastado una buena amiga, una bolsa de castañas calientes y horas de conversación en Español por las calles de la capital de mi país para revivir la sensación de estar en casa y recordarme a mí misma algunos de los muchos motivos por los que me encanta ser española.
Es fácil adaptarse a vivir fuera si se tiene la suerte de encontrar buenos amigos, dominar el nuevo idioma e integrarse laboralmente en otra sociedad. Pero adaptarse a la misma no siempre implica sentirse plenamente identificado con ella, ni dejar de echar de menos ciertos aspectos de los propios orígenes y cultura. De hecho, diría que sirve incluso para reforzar el apego por estos últimos.
Mientras tecleo estas palabras en mi ordenador caigo en la cuenta de que hace meses que no escribo nada en Español (por lo menos fuera de la pantalla de un teléfono móvil) y de lo agradable, incluso divertido, que me resulta hacerlo ahora.
Todo esto para decir que adoro mi idioma, mi país, su cultura, sus costumbres, su gastronomía y su gente.
No sé a dónde me lleva la vida ni dónde acabaré, pero sea como fuere siempre llevaré a España conmigo.