Pasar una semana en casa me ha venido muy bien.
Gracias a la tecnología es posible mantener buena y frecuente comunicación con las personas importantes en la vida, pero afirmando lo obvio, nada supera pasar tiempo junto a ellas. En los momentos en los que me siento más sola, confundida y perdida es mi familia —además de mis amigos mas cercanos— la que de verdad ilumina el camino. A su vez, es curioso como las mismas experiencias que provocan dolor, dudas e inseguridad, son las que fortalecen y abren los ojos a la realidad de ciertos aspectos de la vida incuestionables hasta ese momento —tanto patrones de pensamiento y conducta como relaciones personales problemáticas y/o perjudiciales —tanto breves como longevas.
Hay muchas razones por las que me alegro de vivir donde lo hago, y por las que me ilusiona tanto el proyecto de continuar con mi formación radiológica en la bella y avanzada Suiza. Por otro lado, no son pocos los motivos por los que a menudo —especialmente en invierno— siento añoranza y pena por no poder pasar más tiempo en mi tierra.
Minutos antes de escribir estas palabras, durante el despegue de mi vuelo con destino de vuelta a Basilea, fui testigo de unas de las vistas aéreas de la isla de Tenerife más claras e impresionantes de toda mi vida. Lo vi todo: el árido paisaje del sur bordeado por sus turísticas playas y salpicado de activos molinos eólicos, la autopista del sur conectando con la capital y las zonas más pobladas del norte de la isla —pasando por la Tabaiba de mi querido Colegio Alemán, y por Radazul, donde dos de mis amigos alemanes pudieron disfrutar de unas preciosas vistas a primera línea de mar durante los desayunos de esta semana. Un poco más allá, Santa Cruz de Tenerife, con el emblemático auditorio junto a las piscinas del Parque Marítimo, conectando a través de amplias y verdes avenidas con la piscina municipal, en las que tantas horas pasamos entrenando para el Alameda y el Teneteide después de clase. También lucía imponente el Macizo de Anaga, con sus aislados y misteriosos roques adornando la costa más noreste de la isla —un bonito reto para cualquier ciclista motivado y un poco loco. En la autopista del norte, la conocida curva tan pronunciada a la altura de Taco, y un poco más allá, nuestro segundo aeropuerto. El Valle de la Orotava y el Puerto De la Cruz eran distinguibles ya algo difuminados al fondo. Y casi casi como un borrón imperceptible, la zona de Los Silos y Las Canteras, que siempre asociaré con viejas fritas, papas rellenas y veranos entre plataneras y verbenas. Y, como no, el majestuoso Teide, coronándolo todo con sus suaves faldas de cenizas, roca volcánica y magma enfriado.
Las amplias columnas de humo de la actual explosión volcánica de La Palma perfectamente visibles en el horizonte confirmaban de manera irrefutable la inusual claridad de este precioso día de otoño.
Y yo siento gratitud. Por haber nacido y crecido en el paraíso. Y por haberlo hecho segura, sana, querida, rodeada y guiada por la mejor familia que podía haber deseado. Gratitud, también, por contar con la capacidad, determinación y fuerzas para poder afrontar con éxito una formación de calidad en un idioma extranjero, tan lejos de todo lo que me importa —con unos horizontes personales y profesionales desafiantes, amplios e ilusionantes. Y por poder saltar entre los dos mundos frecuente y libremente.
Agradecida estoy por todas las circunstancias a lo largo de mi vida que me han llevado a donde estoy hoy.